Werner Franke es un espía. Werner Franke es un soldado. Werner Franke es todo eso y muchas cosas más. Un prestigioso biólogo molecular alemán. La voz de las víctimas del sistema de dopaje urdido por la desaparecida Alemania del Este. Y la memoria de todas y cada una de las muertes, enfermedades, deformidades y tragedias originadas en «más de 10.000 personas» por aquella trama criminal. Franke, de 66 años, aprovechó los confusos meses que siguieron a la caída del muro de Berlín, en 1989, para introducirse en lo que quedaba de la República Democrática Alemana (RDA). «Visité el hospital del ejército del pueblo», rememora a media voz, con la mirada perdida. «Sabía que había grandes pruebas de las que se habían olvidado. Sabía que en el ejército no se destruye nada sin una orden. Me fabriqué libros con cámaras planas escondidas en las tapas para ir a ver los papeles. Así los empecé a copiar. Luego, logré llevármelos». ¿Qué se llevó Franke? Pues pilas y pilas de documentos de la Stasi, la policía secreta de la RDA; montañas de estadísticas deportivas; y tomos rebosantes de estudios sobre el efecto del consumo de anabolizantes en el rendimiento de los atletas. Franke robó datos. Informes con las palabras «secreto» y «confidencial» sobre sus hojas. Y pruebas: más de 150 ex atletas de la RDA las usan hoy en un juicio contra la farmacéutica Jenapharm, a la que piden 10.000 euros de indemnización cada uno por haber fabricado las judías azules, el Oral-Turinabol, un esteroide anabolizante que hizo de sus vidas una tragedia y que convirtió a la Alemania del Este, un país de 18 millones de habitantes, en una potencia mundial del deporte.

«El deporte organizado en la RDA era la oportunidad de ver París, Roma o Madrid, la única posibilidad de viajar sin ideología, sin ser agente de la Stasi o miembro del partido, dejando atrás un país pequeño y cerrado», cuenta Ines Geipel, ex velocista de la Alemania del Este, voz marchita envuelta por un pequeño cuerpo. Geipel, que perdió una demanda para que retiraran su récord alemán de los 4×100 -«no es justo para las nuevas generaciones», dice sobre los 42,20s de su cuarteto- ha sido operada varias veces en las piernas y ha superado una bulimia. Todo, dice, consecuencia de los anabolizantes.

«Yo, en realidad, tuve suerte», analiza. «Mi padre me ocultó durante años que era agente de la Stasi. Me llevó a un internado, a una escuela política, para que fuera una buena comunista. Y por eso no tengo tantos problemas hoy. Llegué al deporte tardíamente, con 19 años. Ya era una mujer, no una niña de diez u once años a la que administran esteroides, como el resto. Ninguno preguntamos qué nos daban. ¿A quién se le iba a ocurrir preguntar?».

«Nadie sabía lo que se estaba tomando», coincide Franke. «Les decían, ‘esto es bueno, deberías tomarlo, mejoraras rápidamente’ y así ocurría. Eran niños. Luego se dieron cuenta de que algo pasaba, porque no tenían permitido hablar de ello. Vieron que era un secreto. Tenían que tomarse las pastillas delante de su entrenador. Y diez días antes de competir se las quitaban, para que no dieran positivo», recuerda sumergido entre papeles, documentos y notas manuscritas, las pruebas de la trama de dopaje masivo en la Alemania del Este.

Para la joven Geipel, hoy una escritora de éxito, el deporte fue «una forma de luchar. La motivación era cómo se sentía mi cuerpo al correr». Su cuerpo, sin embargo, acababa «exhausto» tras las duras jornadas de entrenamiento: «Era una vida para el deporte. Madrugábamos y entrenábamos hasta las ocho de la tarde. Íbamos con el entrenador, que era un viejo frío, enfermo y alcohólico que no se enteraba de nada. Íbamos al fisioterapeuta, al psicólogo…formábamos parte de un gran programa médico porque éramos el grupo especial de sprinters. Todos los días teníamos que ver al médico, que era el que nos daba todo. Él nos decía: ‘no comas esto, hoy es mal día para vitaminas, come esto otro…y le hacíamos caso porque queríamos mejorar y ganar», continúa. «El atletismo no es un deporte de grupo. Luchas por ti solo. Por eso no nos fijábamos en lo que les pasaba a los otros. Y nadie te contaba ‘no me siento bien, tengo un problema’ porque en atletismo no te puedes mostrar débil. Es imposible que los jóvenes peleen hoy por igualar nuestros récords».

Los deportistas de la Alemania del Este, grupos de atletas aislados y despersonalizados en castillos y cuarteles militares, separados por especialidades y sexos, ya no corren, no saltan ni compiten. Ahora se mueren. Tres de ellos han fallecido por enfermedades derivadas del dopaje, según Franke. Otros, los más luchadores, los que se han enfrentado a problemas de hígado, tumores y cánceres, a depresiones o la pérdida de apetito sexual, han escenificado en público las transformaciones sufridas por sus cuerpos: «¿Debería enseñarle mi espalda? ¿Quiere ver la espalda de una mujer cubierta de pelo, pelo largo, que debo depilarme cada dos días? ¿Debo enseñárselo aquí? ¿En el tribunal? Lo haré si el juez lo pide», le espetó una víctima a un abogado. Los efectos más crueles, sin embargo, no los viven los deportistas. Los viven, según los demandantes, sus hijos: «una decena» de niños ciegos y con malformaciones en tobillos y rodillas, la segunda generación de afectados, los encargados de dar vida al drama del dopaje de la RDA en el siglo XXI. Niños como Corina, la hija ciega de la ex nadadora Jutta Gottschalk.

«Todo es el resultado de la crueldad de unos médicos que estaban dispuestos a matar por el éxito del sistema deportivo de la Alemania del Este», argumenta Michael Lehner, el abogado de los demandantes, que consiguieron que la RDA sumase la friolera de 382 medallas en tan sólo cuatro Juegos Olímpicos. «Los médicos no mataban con pistolas pero sí con recetas escritas a mano: consideraban al ser humano como nada. Hay casos inimaginables. Ahora tienen el coraje de luchar, de tomar el riesgo financiero de enfrentarse contra una empresa de tamaño mundial y a la Confederación Olímpica Alemana [como heredera jurídica del Comité Olímpico de la RDA]. Estamos esperando a saber en qué tribunal debemos plantear nuestro caso. Falta un año para terminar el juicio».

Este periódico intentó ponerse en contacto repetidamente con representantes de Jenapharm, que siempre se excusaron con reuniones y viajes. Isabel Rothe, su presidenta, ha admitido recientemente que sentía «simpatía» por las víctimas. De forma puntual, claro: «Estoy convencida de que su reclamación no está justificada. Como otras compañías, Jenapharm fue obligada a participar en un plan estatal, fabricando una sustancia legal y que fue mal usada por médicos y entrenadores. No se le pueden pedir responsabilidades a la empresa», suele concluir la presidenta de Jenapharm, que ahora es propiedad de Schering, una gran multinacional farmacéutica que tiene empapelado Berlín con carteles en los que se lee: «Haciendo que la medicina funcione».

Frente a Jenapharm, que producía más de 1.000.000 de pastillas de Oral-Turinabol al año, según el historiador Giselher Spitzer, hay 150 ex atletas. Un porcentaje mínimo de los 10.000 afectados. «Hay tres razones para eso», explica el doctor Zoellig, presidente de la Asociación de víctimas del dopaje de la Alemania del Este. «Algunos dicen, ‘trabajé para el gobierno y no creo que me dopase’. Otros dicen, ‘odio a mis vecinos [de la Alemania del Oeste], no había dopaje en la RDA, todos mienten’. Y, por último, la mayoría tienen vergüenza y no quieren admitir que son víctimas por miedo a las represalias, porque siguen viviendo donde siempre, en el Este, y ya ha pasado que les tiren piedras a sus casas o llamen amenazándoles con que algo malo les va a pasar a sus hijos». Hay, además, un cuarto factor, como señala ante un café humeante el historiador Spitzer: «Si la seguridad social puede probar que el daño que sufren está causado por el dopaje, dejará de pagar sus tratamientos. Lo mismo pasa con los seguros. Si quieres un seguro de vida y admites el dopaje, no te lo dan porque no se puede calcular el riesgo. Son razones importantes para entender por qué siendo 10.000 personas no se lanzan a la calle a protestar».

Lehner, un abogado especializado en deportes, representa a los atletas menos exitosos de la Alemania del Este: «No son deportistas dorados, de los grandes de la época, sino deportistas de clase B, con poco dinero». Pero los medallistas, esos deportistas dorados, están muy presentes en el proceso. «Todos estaban dopados», se queja Ines Geipel. «Siempre dicen no, o no dicen nada, o dicen que ellos no sabían lo que les hacían», refuerza Franke, «pero, en realidad, sus médicos nos han contado que siempre querían más». A Franke, un hombre colgado de unas ojeras, no le importa decir que la saltadora Heike Drechsler, cinco medallas olímpicas, el símbolo, la bandera y la cara que dio vida al éxito de la unificación alemana, se dopaba. Que tiene los documentos que lo prueban. Y que los médicos de la RDA guardaban diagramas en los que se comparaban sus mejores saltos de cada temporada con las cantidades de drogas ingeridas. «Tras la reunificación hubo ganadores y perdedores», coincide el abogado Lehner. «Los ganadores fueron las organizaciones deportivas que recibieron el know how, el conocimiento de cómo ganar medallas acumulado en el Este. Sólo hay que ver algunos de los oros que ganó la Alemania unificada en los Juegos de Barcelona: Heike Drechsler ha sido la atleta joven más dopada , pero luego ganó un oro para Alemania. Eso fue importante para la política. Y olvidamos el resto».En Alemania hay mujeres con pelo por todo el cuerpo. Parejas de deportistas estériles. Y ex atletas con hijos ciegos o deformes. Son las 10.000 víctimas de la trama criminal de dopaje dirigida por el gobierno de la extinta República Democrática Alemana. Tomaron anabolizantes, engañados por entrenadores y médicos. Ganaron más de 300 medallas para la Alemania comunista en cuatro Juegos. Y hoy denuncian las consecuencias: tumores, cánceres y depresiones, resultado del drama psicológico que supone ser mujer, tener vello en la espalda y voz de hombre. Más de quince años después de la desaparición de la RDA, un grupo de 150 ex atletas, víctimas de un sistema documentado puntillosamente por sus ejecutores, se ha unido para demandar a Jenapharm, la compañía de titularidad estatal que fabricaba los anabolizantes. Son una minoría. Sus ex compañeros viven en silencio: temen las represalias de sus vecinos del Este. Temen perder sus seguros y la ayuda de la seguridad social. Y, dicen, temen la vergüenza de pasar de héroe a dopado.