La importantísima presencia
cultural que los consumos de
bebidas alcohólicas han tenido
desde hace siglos en la sociedad
española han supuesto
un importante impacto
de problemas, tanto de orden
sanitario como en otros aspectos
de las relaciones humanas y de
los conflictos sociales. Pese a ello,
hemos vivido tradicionalmente
de espaldas a esos problemas,
actuando como si el coste de
la convivencia con el alcohol
resultara imperceptible,
y enfatizando en exclusiva los
beneficios, por otra parte
innegables, de esa convivencia.

Obviamente, como la realidad
de los problemas resultaba
inocultable, había que acuñar
algún tipo de explicación
conciliadora. Esta explicación
pareció encontrarse al interpretar
que, si el alcohol no era malo, si
era básicamente bueno, lo que
causaba problemas era el uso
perverso del mismo. Y este uso
perverso de una sustancia que el
común de los ciudadanos podía
utilizar sin dificultades, sólo
podía explicarse a través de
un déficit moral o mental
en esos usuarios problemáticos.
Los bebedores eran ciudadanos
normales, los alcohólicos o
quienes tenían problemas con
el alcohol eran o enfermos
mentales o deficientes morales.
De ahí que las soluciones
arbitradas fuesen coherentes
con esas interpretaciones:
el manicomio o la cárcel (que
después derivaría en las casas de
templanza) eran las instituciones
que esperaban a los que, en
sus problemas con el alcohol,
traspasaban el umbral de
tolerancia, por otra parte alto,
de la sociedad bienpensante.
Esta construcción se mantuvo,
progresivamente más ambigua
y progresivamente más
incorporada al imaginario social,
a lo largo de todo el siglo XX.

La aparición de la crisis
de drogas, básicamente heroína,
a finales de los años 70,
no contribuyó precisamente
a objetivar o clarificar las percepciones
de los españoles frente al
alcohol. Más allá de los
planteamientos canónicos
del Plan Nacional Sobre Drogas,
por mucho que un grupo de
profesionales (y más tarde de
exalcohólicos) llevaran décadas
proclamando la identidad del
alcohol como droga,
los españoles no parecían en
modo alguno dispuestos a
aceptar la realidad de esta
identificación proclamada.
Contrariamente, el énfasis que
el imaginario colectivo ponía
en la satanización de la heroína,
de la droga, alejaba más aún la
posibilidad de que algo tan
cotidiano, tan inmerso en lo
propio, como beber alcohol,
pudiera incorporarse al mismo
paquete de problemas que se
identificaban con algo lejano,
ajeno, amenazante, sucio y
destructor.

De hecho, pese a lo formalmente
establecido, muy
mayoritariamente, los recursos
asistenciales de las redes públicas
sobre drogas no se ocuparon de
las personas con problemas de
alcohol, que siguieron siendo
atendidas, cuando lo eran, en
un circuito específico mucho
más sanitarizado que los dispositivos
de los planes de drogas.
Incluso la prevención de los
problemas de alcohol era
frecuentemente vivida como una
responsabilidad de los servicios
de salud pública, cosa que nunca
pasó con la prevención de las
dificultades derivadas de otros
consumos. Esta situación, que
podría haberse defendido desde
un reconocimiento de la realidad
y desde una clarificación de las
posturas, resultaba insostenible
a partir de la ambigüedad y de
la confusión formal desde las
que se planteaba.

Es claro que ha habido, en las
dos últimas décadas, un intento
de incorporar a los problemas de
alcohol al abanico de responsabilidades
de los recursos sobre
drogas. Es cierto también que ha
ido calando en grupos cada vez
más extendidos la visión del
“alcohol como droga”. No es
menos cierto que los ciudadanos
que han ido asumiendo esa
visión son precisamente aquéllos
que menos afectados podrían
verse por las dificultades
(personas mayores, más
fácilmente influenciables por los
mensajes institucionales) y que,
en todo caso, no son los que
tienen más capacidad de
construir una opinión colectiva.
La percepción social global sobre
el alcohol no se ha visto
fundamentalmente alterada.
La cosa se complica
especialmente cuando
encontramos que, ni desde el
punto de vista funcional (qué se
busca con el consumo), ni desde
la perspectiva de la proximidad
vivencial a la sustancia (hasta
qué punto ésta resulta
reconocible, cotidiana e
integradora), aparecen claras
las diferencias entre el alcohol
y otras sustancias que
mayoritariamente se consumen
en amplios grupos de jóvenes
y no tan jóvenes. Por ejemplo,
hace ya años que, de forma
principal, las razones para
consumir alcohol, o lo que sea,
tienen una intencionalidad
recreativa, “pasarlo bien”; como
hace ya años que se está
produciendo una aproximación
entre los consumos de alcohol y
los de otras sustancias, sobre todo
el cánnabis y, cada vez un poco
más, la cocaína, de tal suerte que
entre los modelos de
policonsumo, tabaco, alcohol y
cánnabis, aparecen íntimamente
asociados.

Estamos ante una realidad en la
que no pueden entenderse en
modo alguno los consumos
lúdicos de drogas sin incluir
al alcohol no sólo como una
sustancia más sino como el eje
vertebrador del patrón de uso
dominante. No es posible
atender las dificultades
sobrevenidas de una forma
de consumo como la actual sin
atender los problemas de
alcohol. Desde luego, sería
absolutamente irreal hacer
cualquier planteamiento
preventivo de las dificultades
potenciales de los nuevos
patrones de utilización de drogas
si no se presta una muy especial
atención a los consumos
de alcohol.

Todo lo anterior implica que más
allá de que profesionales,
mediadores e instituciones
responsables deban tener clara
la situación, es preciso un
esfuerzo global por clarificar ante
la opinión pública, por intentar
que ésta asuma vivencialmente,
lo que implica la presencia entre
nosotros de las bebidas
alcohólicas, el papel que éstas
están significando en
la organización de estilos de vida
y de formas de ocio.

El alcohol está entre nosotros
y va a seguir estándolo; ofrece
ventajas sociales y forma parte
de nuestra cultura. Pero está muy
lejos de ser esa realidad
beneficiosa que sólo hace daño
a los que, por naturaleza, no
forman parte del colectivo
normal. Evidentemente puede
usarse mal y acarrear dificultades.
El gran problema es que nuestra
sociedad está permitiendo,
cuando no promocionando,
unas formas nuevas y cada vez
más extendidas de mal uso, de
esa clase de uso del que con
facilidad se van a derivar
consecuencias negativas.
Si no conseguimos invertir esa
tendencia, los problemas se
harán progresivamente más
frecuentes y progresivamente
más complejos. Es a ello a lo que
deberíamos dedicar buena parte
de nuestras reflexiones y de
nuestros esfuerzos.