«El hombre es por naturaleza un animal social», dejó escrito Aristóteles, y como tal, vive, suspira y se sacrifica para ser aceptado por el resto de sus semejantes. Hoy, en pleno siglo XXI, los postulados aristotélicos no sólo siguen vigentes, sino que van a más. Han evolucionado hasta convertirse en una entelequia en la que la imagen prima sobre el intelecto.

En Canarias, el clima, el cálido estilo de vida, más próximo al frescor sudamericano que al pragmatismo europeo, acrecientan la necesidad de cultivar una figura modélica. Una silueta adaptada a lo que los cánones de belleza actuales exigen. Por eso, y aunque no se haya cuantificado el número de afectados, una cantidad indeterminada de isleños padece vigorexia o, lo que es lo mismo, una adicción severa al gimnasio.

Los expertos afirman que lo primero que hay que hacer para comprender el problema es separar el grano de la paja. Hacer deporte es sano y acudir al gimnasio es una actividad tan saludable como podría ser correr por la playa o nadar varias horas en una piscina. Las dificultades llegan, sin embargo, cuando se traspasa, especialmente en el mundo del fitness, la delgada línea que separa lo saludable de lo dañino. «Partimos de una base concreta. Los vigoréxicos suelen ser personas inseguras, con una autoestima baja, y una necesidad acuciante de ser aceptados socialmente», relata Alejandro López, del Centro de psicología DUO, en Las Palmas de Gran Canaria. La vigorexia, enfermedad no exclusivamente masculina, es prima hermana de la bulimia y la anorexia -algunos autores la han bautizado como anorexia reversa-. «Es como una droga a la que se puede enganchar uno como podría hacerlo al sexo o a cualquier otra adicción», recuerda López.

Otro psicólogo, en este caso Fabián Alonso, comenta cómo los vigoréxicos, en su mayoría hombres, no pueden escapar del gimnasio una vez que empiezan a constatar los resultados cosechados tras varias horas diarias de machaque físico. «Hay que tener en cuenta que hablamos de gente con escasas habilidades sociales, que normalmente son tímidos y que tienen complejos. Por lo tanto, los reforzadores exteriores que reciben -la gente que les dice lo guapos que están y lo bien que ha quedado su cuerpo tras desprenderse de los kilitos que sobraban- les involucran en una espiral esclavizante».

Historias desgarradoras

Los psicólogos cuentan cómo «hombres que no caben por la puerta» aterrizan en sus consultas desesperados. Cuando la vigorexia alcanza su punto álgido, la dependencia del gimnasio es tal que, en algunos casos, se pueden generar serios trastornos. Alonso recuerda el caso de un militar al que atendió en su despacho. «Sufría ansiedad cuando tenía que quedarse en el cuartel de guardia y no podía realizar sus ejercicios de musculación. «El gimnasio ha llegado a romper parejas, a aislar socialmente a muchos de sus asiduos e incluso a separarlos de sus familias», reitera Alonso. Proteínas, anabolizantes e incluso cirugía. «Cualquier cosa les vale, y no se dan cuenta de que se están convirtiendo en verdaderos monstruos. En deformados. En sujetos más feos de lo que eran antes».

La vigorexia es un trastorno de la conducta, pero tiene cura. Las terapias cognitivo-conductuales actúan sobre el sujeto para enseñarle, mediante técnicas de autocontrol, a superar tanto sus pensamientos obsesivos como sus rituales compulsivos. Eso sí. Es necesario que el paciente asuma que tiene un problema, algo difícilmente posible si su entorno y la engañosa información que recibe de su espejo lo impiden.

Hacer deporte es una actividad que el ser humano incorporó a su modo de vida desde tiempos pretéritos. La fuerza física y la belleza son atributos apetecibles siempre y cuando no se intoxique la mente.