A pesar de que las toxicomanías son el cuadro psicopatológico de mayor crecimiento entre nuestra población, con un espectacular descenso en las edades de iniciación, nuestras maneras de entenderlas y de tratarlas continúan ancladas entre la ineficiencia y la superficialidad. Harto demostrado está que la restricción en la publicidad, o su eliminación completa, no disminuye el consumo.

En el marco de mi práctica psicoanalítica, he visto las dificultades que entraña para las personas soldadas a algún tipo de sustancia, desprenderse de ellas en lugar de pendular de una a otra, cuando no combinan el uso de varias. Al referirme a soldadura, pienso en la inutilidad de etiquetas que se le cuelgan a las personas como «alcohólico» o «adicto» , que son muchas veces las palabras con las que se presentan a sí mismas. Una comprensión más útil y más cercana es la de entender que existen personas y sustancias y que la asociación de unas con otras depende de una gran y variada cantidad de factores.

Para entender a estas personas hay que interrogarse por la historia previa, por el antes de cada quien que abona el encuentro con la sustancia. Uno de los elementos más importante es la comprensión de los elementos imaginarios, lo que el adicto le pone a la sustancia que elige y de la cual después no puede despegarse sólo por su voluntad. En el imaginario adictivo existe un déficit, generalmente temprano, que marca que a la sustancia escogida se le haga la demanda de suplir lo que a la persona le falta. A la sustancia el adicto le pide que le cambie el estado de ánimo. No es casualidad que sea más fácil estar borracho que preguntarse por el deseo de estarlo.

El antes de la adicción se centra en la proliferación de la idea de que existen caminos que soslayen el dolor inherente al vivir. Y una vez que se inicia el consumo, la sustancia, generadora de un placer superlativo, cautiva con la promesa de poner en suspenso las carencias y los dolores. Sólo que hoy día, las relaciones adictivas pueden establecerse también con otro tipo de cosas que no son necesariamente sustancias químicas. El juego, la comida o el consumismo desenfrenado pueden parecerse (y de hecho se parecen) a las adicciones con sustancias tóxicas.

Insisto, no es posible entender a las adicciones como un género pero sí a los adictos como individuos que establecen cierto tipo de relación perjudicial con una sustancia que se adueña de sus voluntades.

Quien consume habla de lo insoportable que le resulta la existencia. Esta queja acerca del peso de la vida requiere de la presencia y la paciencia de un interlocutor, que esté más dispuesto a escuchar que a juzgar. Sólo con paciencia y tolerancia se puede colocar un grano de arena en la maquinaria diabólica que lleva al adicto a querer drogarse. Y es en este angosto desfiladero, el de poder dotar a alguien de palabras que historicen su malestar, es donde se inscribe la esperanza para estas personas.