El proceso comienza con el consumo de alcohol y tabaco, prosigue con el cannabis y llega a las anfetaminas, estadio que puede facilitar el acceso final a la cocaína, «la que más demandas de tratamiento genera en la actualidad», explica Estíbaliz Barrón, directora general de la Fundación Gizakia. Desde hace 25 años, esta entidad es un referente en el País Vasco en la reinserción social de toxicómanos, aunque su área de actuación también comprende la prevención y la labor educativa. «Queremos que la gente sea consciente de los efectos positivos y negativos, porque hablar solamente de lo bueno o lo malo de las drogas no tiene sentido», alega. En esa estrategia incluye la difusión de prácticas para minimizar los riesgos. «Uno debe saber qué se mete en el cuerpo. ¿Beberíamos lejía? Nadie se sirve de una botella sin tener la más mínima idea de lo que contiene».

La tercera convocatoria de «País Vasco, un alma solidaria» reconoció el programa de acompañamiento de apoyo a la rehabilitación física, personal y social de sus usuarios. La iniciativa de EL CORREO, con la colaboración con la Consejería de Empleo y Asuntos Sociales del Gobierno vasco y la BBK, premió un proyecto integral que aúna el trabajo de médicos, psicólogos, orientadores sociolaborales, educadores y trabajadores sociales. La cuarta edición ya está en marcha y mantendrá el plazo de inscripción hasta el próximo 10 de mayo.
El punto de partida es la elaboración de un itinerario formativo que transcurra en paralelo a su tratamiento sanitario. Esa necesidad de actuación conjunta responde al perfil de los beneficiarios, personas que se iniciaron en la toxicomanía a edad temprana. «Tantos años con la droga los ha situado en la exclusión», asegura la directora general de Gizakia.

Sin embargo, esa marginación no se corresponde hoy con las imágenes tradicionales de la adicción. En los últimos tiempos, el ámbito de la droga ha experimentado cambios que han echado por tierra varios clichés al respecto «porque en la calle no se reconoce a los afectados», advierte Barrón. Esto no quiere decir que su impacto haya remitido. En una primera evaluación, el proyecto de Gizakia se dirigía a 725 pacientes, pero el número se ha superado en el primer trimestre de este año.
Los usuarios actuales no sufren secuelas físicas como las que producía la heroína, pero hay otros fenómenos, como las enfermedades mentales, que exigen abordajes especializados. Además, en la lucha contra la cocaína no existen sustitutivos ni un arsenal terapéutico específico.

La desestructuración social puede llegar más tarde para quienes asocian el recurso a la farlopa y las anfetaminas con el tiempo de ocio. «No existe percepción del riesgo», lamenta Barrón, y señala el peligro de recurrir a sustancias cuyos efectos a largo plazo son desconocidos. «Se consume drogas con mucha alegría, mezclando rayas y pastillas, sin preocuparse por la adulteración», indica. «A medida que uno prueba, se van abandonando niveles de defensa contra las drogas».

La cuestión de género también afecta al trabajo de Gizakia. Las mujeres tan sólo representan el 15% de sus usuarios, pero el estigma social que conlleva la toxicomanía es aún más pesado para ellas. «Se les hace más difícil llegar al tratamiento y, a veces, su adicción se complica con problemas de malos tratos o la escasez de recursos específicos», señala Barrón. «La diferencia también se percibe en cuestiones como el apoyo familiar. Cuando el hombre viene a solicitar ayuda suele estar acompañado por su pareja, si la tienen, mientras que la mujer adicta, si su compañero no lo es, llegará sola porque la relación se suele romper antes».