Los curiosos miran desde arriba del puente el esperpéntico espectáculo que acontece abajo. Una mujer no puede reprimir las lágrimas. «Mi hijo hace días que no vuelve a casa. Lo estoy buscando«, comenta afligida, mientras se asoma para poder identificar desde arriba del puente algunos de los muchos jóvenes que se concentran bajo sus arcos.

Pol-e-soktha es uno de los puentes que cruza el río Kabul a su paso por la capital afgana. El nombre no podría ser más acertado. Pol-e-sokhta significa «puente quemado» en dari, una de las lenguas oficiales de Afganistán. Cada día centenares de jóvenes se esconden bajo el puente para quemar su vida: se inyectan heroína.Muchos se clavan las jeringas en el cuello o en los genitales porque ya no les queda ninguna otra vena sin machacar para pincharse. Todo en plena luz del día y en Kabul. No hace falta irse a ninguna provincia lejana. Viendo Pol-e-sokhta, uno se pregunta dónde va a parar tanta ayuda internacional que llega a Afganistán cada año.

Bajo el puente el olor es vomitivo. Montones de basura se acumulan a lado y lado de las aguas del río, que corren sucias, de color marrón. Los heroinómanos defecan y orinan allí mismo, y se agrupan alrededor de pequeñas hogueras que encienden bajo el puente para desinfectar las jeringas. Un humo negro lo envuelve todo en un ambiente irrespirable, tremebundo. Algunos jóvenes venden tubos de vidrio para inhalar la droga; otros, jeringuillas; y algunos, papelinas. Todo lo necesario para drogarse está ahí, bajo el puente, a mano.

Vagan por la ciudad como zombis

«¿Es usted doctora? ¿es usted doctora?», preguntan a esta periodista algunos heroinómanos andando como zombis, al ver a una mujer en Pol-e-sokhta. La reacción cambia cuando perciben la cámara de fotos. Muchos me increpan, algunos tiran piedras.

«En la actualidad en Afganistán sólo hay unos 100 centros de tratamiento para drogadictos con una capacidad para 28.000 pacientes. Eso quiere decir que sólo el 2,8% de los toxicómanos tienen posibilidad de recibir asistencia médica», lamenta el doctorNasir Ahmad Safi, responsable nacional del proyecto para la reducción de la demanda de droga en Afganistán de la Oficina de las Naciones Unidas para la Droga y el Crimen (UNODC, en sus siglas en inglés). Las necesidades son inmensas y los recursos, mínimos. Sólo dos países de los casi 50 con tropas internacionales en Afganistán invierten para resolver este acuciante problema: Estados Unidos y Japón. En el pasado también lo hacían Alemania y Canadá.

Según una encuesta realizada en 2009 por UNODC y los ministerios afganos de Contra Narcóticos y Salud Pública, un millón de afganos de entre 15 y 64 años están enganchados a algún tipo de estupefaciente. Se calcula que en la actualidad la cifra podría superar ya los 1,3 millones, y el número de heroinómanos ha pasado de 50.000 a 120.000 desde el año 2005. Un incremento del 140%.

«Muchos drogadictos se han desplazado de las zonas rurales a las ciudades en busca de tratamiento, y eso hace que ahora, por ejemplo, un gran número de toxicómanos se concentren en determinados lugares de Kabul y se sigan pinchando», añade el doctor Safi.

«Yo era camionero y trabajaba para las tropas internacionales en la provincia de Helmand, pero la policía me detuvo y me enganché a la heroína», Naser explica con cara de dopado mientras enseña un carnet que demuestra que efectivamente trabajó para las fuerzas extranjeras. «Yo me vicié en Irán. Quiero dejar la droga, pero he ido al hospital de Jangalak y me piden una persona que me avale, y yo no tengo a nadie», lamenta otro toxicómano, Kambar, antes de desaparecer bajo el puente de Pol-e-sokhta.

Tratamientos ‘milagrosos’ por la fuerza

Jangalak es uno de los centros públicos de tratamiento para toxicómanos que hay en Kabul. Su director, el doctor Ahmad Zahir Sultani, se encoge de hombros, como diciendo que él no puede hacer más. En el hospital hay 200 camas, y tienen a 100 personas en lista de espera. El tratamiento dura 45 escasos días, que deben ser milagrosos. Los médicos de Jangalak tendrían que hacer seguimiento de los pacientes durante tres años una vez son dados de alta, pero con tanta demanda, resulta inviable. Están desbordados.

«La falta de trabajo, de casa, el exilio, la guerra…«, el doctor Sultani enumera las múltiples razones que llevan a los afganos a engancharse a la droga, y a caer en un pozo sin fondo. Además, Afganistán es el primer país productor de opio del mundo. Encontrar droga es facilísimo y barato. «Un gramo de heroína vale unos 250 afganis [unos 3,3 euros]», calcula el médico.

«¿Qué si estoy cansado de los drogatas? ¡Estoy harto!«, contesta Korvan, un comerciante ambulante que vende ropa encima del puente de Pol-e-soktha desde hace una década. «Hace un par de años esto se empezó a llenar de toxicómanos», se queja. Antes los drogadictos se concentraban en el centro cultural ruso de Kabul, un edificio enorme bombardeado. Con la reconstrucción de la capital, los edificios destruidos por la guerra desaparecieron, y el río Kabul se convirtió en el centro de la droga.