Cuando, hace 40 años, Estados Unidos se alzó en armas contra las drogas, los criminales del menudeo y los callejones sufrieron los castigos desproporcionados de una guerra ciega, cuyos daños colaterales tienen rostros como el de Debi Campbell, encarcelada durante 16 años por vender metanfetaminas.

«Merecía ir a prisión. Rompí la ley y, lo más importante, necesitaba ir a prisión porque desesperadamente necesitaba algo que me despertara. Pero no necesitaba 20 años para aprender la lección», consideró Campbell, en libertad desde 2010 y que ha transformado su castigo en la fuente de un férreo activismo político.

Con voz firme, esta semana durante una audiencia en el Congreso, Campbell instó a los legisladores a cambiar el rumbo de las saturadas cárceles del país y a reducir el tiempo en prisión que deben cumplir los condenados por drogas, entre quienes se encuentran mayoritariamente afroamericanos y latinos.

Cuando los ríos de jeringuillas y balas corrían por las calles de Estados Unidos en la década de los 80, el Congreso aprobó una ley para que los peones de las esquinas y los reyes del narcotráfico tuvieran que cumplir un tiempo mínimo en prisión sin importar si habían vendido 280 gramos de crac o cinco kilos de heroína.

«Era adicta a las mentanfetaminas. Empecé a vender a otros para poder hacer dinero. No era un capo de la droga ni un gran fabricante. No estaba siendo una buena madre, me quitaron la custodia de mis hijas e imaginé que hacer más dinero era una forma de tener un hogar y poder recuperarlas», relató Campbell a Efe.

«Me equivoqué y he aprendido de mis errores», añadió la mujer, de 60 años, con cuatro hijas y a la que quedan tres asignaturas para acabar una de las dos carreras universitarias que comenzó cuando estaba entre rejas y distraía al reloj con revistas y cartas.

Pequeños traficantes como Campbell fueron los vencidos de la lucha sin cuartel contra las drogas, y los vencedores, las empresas privadas que sacaron provecho del incremento de las tasas de encarcelamiento que convierten a Estados Unidos en el país con más personas entre rejas del mundo, por encima de China.

Con el objetivo de girar el timón, legisladores republicanos y demócratas presentaron este mes en el Congreso un nuevo proyecto de ley para reducir la extensión de las condenas por drogas y acabar con las cadenas perpetuas que la Justicia impone a quienes cometen tres de estos crímenes.

Sin embargo, las grandes compañías carcelarias como Corrections Corporation of America (CCA), GEO Group y Management and Training Corporation (MTC) ya están buscando nuevas formas de beneficiarse de la reforma criminal, dijo a Efe Benjamin Davis, del colectivo In the Public Interest (ITPI), una entidad civil con sede en Washington.

Por ejemplo, según esta asociación, en 2011, GEO Group, que controla 66 correccionales, compró la compañía BI Incorporated (BI), que se dedica a producir tobilleras electrónicas que permiten controlar por GPS a los condenados, en vez de encarcelarlos.

Las compañías carcelarias, famosas por las multimillonarias donaciones a congresistas, aseguran sus beneficios gracias a una cuota mínima de ocupación acordada con el Gobierno que les garantiza que, sea cual sea la tasa de criminalidad, en sus camas dormirán un determinado número de reos.

Con el fin de convertir la reforma penal en el sello de la política interior de su segundo mandato, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha emprendido una campaña de presión que esta semana le llevó a defender el movimiento «Black Lives Matter» («Las vidas negras importan»), surgido tras la muerte de afroamericanos por disparos de policías blancos.

Convertido en el presidente negro que unos temían y otros estaban esperando, Obama ha puesto rostro, afroamericano y latino, a los perjudicados en la tenebrosa guerra contra las drogas que pasaron en prisión tiempos desproporcionados o crecieron sin los cuentos de sus padres antes de dormir.

«Es difícil ejercer de padre durante una llamada telefónica de 15 minutos al día. No hubo más cuentos para las niñas, no hubo ayuda con sus tareas, ni reuniones de padres y maestros en la escuela. Perdí mucho y ahora tengo mucho que compensarlo», reconoció Campbell, que consiguió reducir su condena de 19 a 16 años.

Cuando salió de prisión en 2010 y vio, por primera vez, que todo el mundo pagaba con tarjetas de crédito, Campbell sintió que el tiempo se le había escurrido entre los dedos y decidió defender a los cientos de mujeres que, como ella, desconocían los altos castigos que la Justicia imponía a quienes jugaban con drogas.

«Esta reforma debe ser solo el comienzo», dijo Campbell ante el serio grupo de congresistas que tienen el poder de acabar la guerra antidrogas y firmar la paz con unas compañías carcelarias preparadas para tentar los bolsillos políticos con jugosos billetes verdes.

¿Qué pedirán a cambio? En los acuerdos de paz, como en las guerras, también hay «daños colaterales».