El grupo de expertos en economía de las políticas sobre drogas del London School of Economics (LSE) publica un informe titulado «After the drug wars». El documento, firmado por el presidente colombiano Juan Manuel Santos, examina la emergencia de nuevas políticas y paradigmas frente a la llamada «guerra contra las drogas». Colombia, con su entrada en el posconflicto, está llamado a ser protagonista en esos cambios.

En la Asamblea General de Naciones Unidas, de septiembre de este año (Ungass 2016), estarán sobre la mesa los nuevos enfoques y las posibles reformas a las convenciones sobre drogas. Por lo menos desde 2008, muchos países optaron por flexibilizar sus interpretaciones de esos tratados internacionales y aplicar estrategias diferentes a la lucha militar y la criminalización de los consumidores. Las experiencias de descriminalización y regulación del cannabis en Uruguay y algunos estados de Estados Unidos, junto a los programas implementados en Portugal, España, Holanda y Suiza, entre otros países, acumulan evidencia médica y científica sobre nuevos enfoques. Ungass 2016 pareciera la oportunidad para que esa evidencia empiece a considerarse el principal insumo de las convenciones.

Colombia ha tenido un discurso destacado al llamar a transformar la estrategia global contra las drogas. Tiene argumentos por ser un país donde se han experimentado con fuerza los fracasos de la guerra contra el narcotráfico. John Collins, director ejecutivo de LSE Ideas y uno de los autores del informe de LSE, resalta que el presidente Santos fue en 2012 quien llamó a repensar las políticas de drogas desde un enfoque académico, científico y no politizado. En 2013, Colombia, Guatemala y México emergieron como un «bloque coherente» de América Latina en la retórica global sobre drogas, y su impulso fue clave para que se adelantara para este año la Asamblea General sobre Política de Drogas, que estaba programada para 2019.

Sin embargo, los que piden un cambio de enfoque no necesariamente son mayoría en la ONU. En las negociaciones que están en curso para una resolución final de la Asamblea General en septiembre en Nueva York, el bloque de Colombia y sus afines encuentra fuertes resistencias en el bloque de Rusia y varios países asiáticos y árabes. Collins dice que las naciones del Asean (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) continúan persiguiendo un «mundo libre de drogas», mientras que Rusia está construyendo «coaliciones represivas sobre antípolíticas de salud pública -por ejemplo una coalición antimetadona- e impulsando una línea dura contra la producción de opio en Afganistán».

Si se espera una reforma global de las convenciones, lo más seguro es que los resultados de la Ungass 2016 sean decepcionantes. Pero hay otras formas de interpretar ese esperado evento. Para Collins, las convenciones tienen suficiente campo de interpretación para permitir nuevas políticas que se ajusten a los derechos humanos y a mejores prácticas de salud pública. La «posguerra» contra las drogas no se trata sólo de la reforma de las convenciones de la ONU, sino de un proceso de «flexibilización» de las convenciones, que permita a los Estados miembros experimentar con evidencias científicas y sociales. Son los cambios en los Estados los que llevan a nuevos tratados: «A menos de que los Estados miembros tengan la voluntad de experimetar, no es algo que la ONU va a imponer de arriba abajo».

Colombia se está metiendo en la corriente de cambios en el interior de los Estados. El acuerdo de paz entre el Gobierno y las Farc exige un nuevo enfoque hacia las drogas. Los cultivos de coca, y las poblaciones que dependen de los mismos, representan un problema mayor para el posconflicto colombiano. Según Collins, en esta etapa lo más pertinente será, en vez de intentar proyectos de «desarrollo alternativo», apuntar al desarrollo sostenible a largo plazo, en el marco de la agenda global de los objetivos de desarrollo sostenible.

«La clave para un posconflicto en Colombia es centrarse en el desarrollo y la integración política y económica de las zonas que han sido marginadas del Estado. En muchas de estas áreas existe una dependencia económica de la coca. No hay manera de erradicar la dependencia de la noche a la mañana. El Gobierno necesita enfocarse en integrar estas comunidades económica y políticamente. Esto implica reconocer que, aunque la última meta sea ir más allá de la economía ilícita, se debe trabajar primero en alcanzar indicadores claves de bienestar y desarrollo».

En el corto plazo, la demanda de cocaína en Estados y Unidos y Europa no va a desaparecer. La producción en Colombia o Perú seguirá siendo rentable. ¿Priorizar el desarrollo sostenible implica tolerar hasta cierto punto el tráfico y consumo de drogas ilícitas? Collins responde que no se trata tanto de tolerar, sino de reconocer el fracaso de políticas contraproductivas que han puesto la prohibición por encima de los factores locales. «Pero al final, sí, el Gobierno va a tener que tolerar un período de transición por fuera de los cultivos y trabajar el desarrollo a largo plazo para lograr un movimiento hacia fuera de las economías ilícitas».

El consumo requiere otro tipo de atención. Al respecto, dice Collins, se trata de reconocer las limitaciones del Gobierno para impedir que la gente consuma y, en cambio, enfocarse en programas de prevención, salud pública y reducción de daños». Colombia recientemente reglamentó el uso de cannabis con fines medicinales, un primer paso en este camino.