Imposible no sucumbir a la tentación de aprovechar la sobredosis de opiáceos en la población norteamericana para cobrarles a los Estados Unidos la corresponsabilidad en la lucha contra las drogas que ha puesto a Colombia en la mira de la DEA, del Departamento de Estado y de la construcción de una matriz política de oposición muy eficiente para dañar los procesos de reincorporación posacuerdos con las FARC.

Lo que debería ser un propósito de nación en Colombia para sacar a los cultivadores de coca de la ilegalidad, a los campesinos más vulnerables y quitárselos a los narcotraficantes para siempre, ha resultado tener una reacción pervertida. A pocos parece dolerles que asesinen a tiros a un niño de 7 años, hijo de un jíbaro, en cualquier calle de Bogotá. Solo quienes han vivido la tragedia de un adicto, quienes tienen en la vida una vocación sin falsa modestia ni soberbia en la lengua, son capaces de entender y sacrificar unos votos para enfrentarse a una pelea que está pérdida por ahora.

En Estados Unidos hoy nadie puede decir y no debería hacerlo, que uno u otro es responsable de lo que está pasando. No es una responsabilidad única de Trump aunque haya incumplido la promesa de liberar rápido los recursos para enfrentar la que han llamado la epidemia de los opiáceos. Si de culpables se trata habría que buscarlos incluso de antes de la declaratoria de Guerra contra las drogas de Richard Nixon en 1971.

Con la nueva decisión, Trump garantizará los recursos e incluso anunció medidas que van hasta la fabricación de analgésicos no adictivos, pues el problema en Estados Unidos, por encima de la asquerosa cocaína, es el consumo de medicamentos recetados por ese enorme cartel de traficantes y médicos más los que prefieren el fentanyl y la heroína, 50 veces más potentes que la morfina.

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