Nota: artículo original publicado en http://derechoenaccion.cide.edu/

En un reciente artículo publicado en el periódico El Financiero, Salvador Camarena reporta que el General Cienfuegos, Secretario de la Defensa, comenzó un discurso ante el Consejo Coordinador Empresarial de la siguiente manera: «los saluda el jefe de la Policía Municipal de Poza Ricar, Veracruz, el director de la Estatal de Seguridad de Durango, el encargado de la seguridad pública de Saltillo, el jefe de la operación de seguridad en la frontera…» y continúa diciendo que «El general leyó puestos de una veintena de localidades…».

La cita ilustra dos costos constitucionales –esto es, el menoscabo de compromisos constitucionales básicos- que los mexicanos hemos pagado gracias a la «guerra contra las drogas»: la centralización del régimen federal y la creciente militarización de la vida pública. La idea de «costos constitucionales» se inspira en el creciente esfuerzo por cuantificar los «costos» de la guerra contra las drogas a nivel mundial. Un costo constitucional se presenta cuando afirmamos un compromiso constitucional -esto es, un valor, principio, institución o derecho fundamental- y simultáneamente lo socavamos con alguna política o medida que, en teoría, es coyuntural (sobre los costos constitucionales, ver este estudio que forma parte de los trabajos realizados por el Programa de Política de Drogas del CIDE).

Cuando el Secretario de la Defensa se presenta, con razón, como jefe de la policía municipal de tal o cual municipio o como director de la seguridad estatal de tal o cual estado, debemos alarmarnos no sólo por lo evidente -que ese municipio o ese estado tienen graves problemas de seguridad-, sino porque el arreglo institucional del que veladamente se queja el Secretario de la Defensa está abiertamente violentando un principio medular de nuestro sistema constitucional. El que el gobierno federal centralice las funciones que constitucionalmente les corresponden a los gobiernos estatal o municipal apunta a que nuestro federalismo está naufragando. Si nuestro General Secretario es el responsable de la seguridad pública en nuestras ciudades y comunidades -y no sólo de la seguridad nacional en nuestras fronteras- el carácter «civil» de nuestro gobierno está a disposición del mando militar.

La Constitución mexicana -que pronto cumplirá 100 años de vigencia- consagra al federalismo como uno de los principios fundacionales de nuestra República (artículo 40) y ordena que las «instituciones de seguridad pública serán de carácter civil», por oposición a militar (art. 21). Señala, además, que en «tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar.» (artículo 129). El gobierno actual como el anterior -así como los gobiernos estatales y municipales involucrados- no respetan ni uno ni otro mandato constitucional: la seguridad pública está cada vez más militarizada, y las funciones municipales y estatales en materia de seguridad pública son asumidas más y más por el gobierno federal.

Habrá quien me diga que esto está bien, que los gobiernos municipales y estatales no pueden con ni con su alma, que son demasiado vulnerables ante la delincuencia organizada, que el Ejército es más confiable que la policía y que el arreglo es sólo temporal. Tengo mis dudas -porque llevamos casi una década recetando y tragando más militarización y más centralización para enfrentar los males de la inseguridad, y todo indica que lo que consistentemente hemos logrado es más muerte y más inseguridad-, pero ese no es el punto. Si queremos un régimen centralista y un gobierno militarizado, deberíamos decirlo tal cual y consagrarlo en nuestra Constitución. De otra forma, seguiremos ante un régimen travesti: se viste de federal, pero es centralista; se viste de civil, pero el mando militar es quien realmente manda. Mientras la Constitución diga«federalismo» y «gobierno civil» pero las autoridades hagan «centralismo» y «militarización», el gobierno está mermando el régimen constitucional del que abreva la autoridad. ¿Con qué cara nos hablan nuestros altos gobernantes de «Estado de derecho» y «hacer cumplir la ley»; mejorar la justicia y combatir la corrupción, cuando son los primeros en hacer de lado la Constitución? Que no nos sorprenda la crisis de legitimidad y de credibilidad de nuestra clase política, hoy en plena metástasis. La seguridad pública no se puede construir sobre la tumba de la seguridad jurídica de la ciudadanía; la justicia no puede ser un juicio sumario a cargo del mando policíaco o militar en tal o cual «enfrentamiento». Si hemos de construir confianza entre ciudadanía y autoridades, tenemos que al menos buscar que lo hecho por las autoridades no vaya en dirección opuesta a lo dicho en la norma.

La guerra contra las drogas nos está costando miles de muertes y millones de pesos en impuestos e inversión, cosas de las que se habla diariamente. Pero también nos está costando la democracia y violentando el federalismo; nos está costando nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de tránsito y nuestra seguridad jurídica; nos está costando la credibilidad del gobierno, el proyecto mismo de autogobierno, pues las autoridades locales electas gobiernan cada vez menos. Nos está costando, en suma, gran parte de lo que hasta hace poco había constituido el corazón de ese proyecto político que llamamos México. Las medidas que hemos tomado «para que las drogas no lleguen a tus hijos» nos han deformado como país y como proyecto político colectivo. Es preciso preguntarnos: ¿Qué hemos perdido de nuestro proyecto colectivo, de nuestra anhelada democracia y de nuestra endeble seguridad jurídica en ese esfuerzo por lograr «un mundo sin drogas»? Sobre todo, es preciso preguntarnos, ¿qué tanto más estamos dispuestos a perder con tal de seguir intentando obligar a nuestros compatriotas, pero sobre todo a los habitantes de nuestro país vecino, a decirle «no a las drogas». Los costos constitucionales se acumulan y todo indica que han llegado para quedarse. Cuando -más pronto que tarde- el gobierno acepte que es insensato pretender suprimir los mercados de las drogas y comience la tarea de pensar cómo regularlos, los costos constitucionales habrán echado raíz y nuestro proyecto político colectivo -ese que propone federalismo, autogobierno y autoridades civiles- habrá quedado irreconocible.

Mi pronóstico es lúgubre: pronto abandonaremos la «guerra contra las drogas» y la prohibición penal como política de salud, pero el aparato represivo y el estado policíaco-militarizado que hemos construido en estos años sobrevivirá. Desde finales del sexenio anterior, el gobierno abandonaba «las drogas» como el mal cuyo combate lo justificaba todo: construido el aparato represivo en nombre la guerra contra las drogas, lo de menos es transitar a un nuevo «coco» para justificar su permanencia.

Después de Tlatlaya, Ayotzinapa y Apatzingán, es cada vez más difícil tapar el sol con un dedo: nuestras autoridades están violando las leyes y asesinando con una frecuencia preocupante y, en ocasiones, con los mismos métodos que los criminales a quienes pretenden combatir (basta recordar, por ejemplo, el caso de Beltrán Leyva) sin que eso se traduzca en mayor seguridad para los ciudadanos. Hoy es innegable que resulta más fácil sacar a «los federales» -sean militares o policías militarizados- a la calle, que controlarlos o regresarlos al cuartel. Además, parece que se nos está olvidando nuestra historia reciente: nadie parece reparar en lo difícil que fue arrancar prerrogativas arbitrarias a nuestras autoridades durante el último tercio del siglo pasado. Fue mucho más difícil acotar y distribuir el poder político para atenuar el abuso en su ejercicio, de lo que está siendo concentrarlo nuevamente en torno al presidente de la República. Si seguimos como vamos, lloraremos mañana lo que no estamos queriendo o sabiendo defender hoy.