Resulta reconfortante comprobar que algunas de las víctimas de ETA también recuerdan a esos muertos que nadie reclama. Como mencionaba la periodista de EL PAÍS Aurora Intxausti, no cabe olvidar al «muchacho que trapicheaba con unas papelinas». Efectivamente, los superpatriotas cuidaban la salud moral y física del pueblo vasco: asesinaban a supuestos camellos, reventaban locales donde -decían- se accedía a paraísos artificiales.

A principios de los años ochenta, uno se escandalizaba ante músicos vascos que justificaban aquellos asesinatos. Dado que ellos mismos eran consumidores, no daba crédito a mis oídos cuando asumían el discurso de ETA y aseguraban que los liquidados eran «chivatos». Una suposición que avalaba una extraordinaria proximidad entre el hampa del narco y el mundo clandestino de la lucha armada.

A partir de ahí, la discusión derrapaba hacia trampas dialécticas: si se merecían diferente tratamiento los traficantes de cannabis frente a los vendedores de estupefacientes más fuertes. Daban por hecho que ETA podía desempeñar la triple función de juzgar, condenar y ejecutar. De fondo, zumbaba la espesa rumorología sobre el uso de las drogas como arma de Estado.

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